Micromuseo - Bitácora

viernes, 19 de noviembre de 2010

VANDALIZADOR VANDALIZADO: Ataque de grafiteros a la exposición de José Carlos Martinat en Buenos Aires

La exacerbada búsqueda de trasgresiones nuevas en el arte contemporáneo logra un retorcimiento adicional: la exposición de los grafitis que José Carlos Martinat expropió de las calles de Buenos Aires fue a su vez expropiada de la mirada pública mediante un "asalto" a la Galería Ignacio Liprandi de esa ciudad. Una acción de "guerrilla cultural" organizada por los afectados de manera más personal y directa. Es decir, los grafiteros mismos, y, en apariencia (¿cómo comprobarlo?), también vecinos que se sentían identificados con las expresiones literalmente borradas del mapa urbano.

Con armas propias (tubos de aerosol) y ajenas (los extinguidores de la galería misma), los street artists deshicieron la muestra de desechos pictóricos durante su inauguración, manchando incluso la cámara del artífice y la camisa del marchand. Una acción reminiscente de la irrupción de los grafiteros brasileños en la penúltima Bienal de Sao Paulo, cuando colmaron con sus marcas repentistas la solemnidad de las paredes del pabellón de Ibirapuera que se habían dejado vacías como un aserto cuasi filosófico de la curaduría. (Esa historia terminó peor: ventanales rotos, policías, algún arresto). 

Se impone, sin duda, la necesidad de re-flexionar sobre la sintomatología de estas dialécticas. El goce tal vez buscado por Martinat era el de vandalizar la supuesta vandalización del espacio público, propiciando así una nueva contemplación (óptica y filosófica). Pero todo en el mismo gesto que recupera para el mercado —para el circuito, para la escena, para el sistema, escoja usted— la visualidad anárquica de la calle. O quizá lo contrario, si así lo quiere el discurso que se intente adoptar. Como fuere, habría cierto materialismo vulgar en creer que el soporte material del grafiti es la fisicalidad del muro, en vez de la sociablilidad de las relaciones que hacen de esa intervención un acto destructivo o constructivo de comunidad, según el caso.

Sería útil y necesario hurgar críticamente en las complejidades de esta circunstancia última para lograr una densidad artístico-reflexiva relevante. Obviar tales tareas vulneraría la obra, desde ese aspecto incisivo de ella que involucra además a sus repercusiones. La delibitaría conceptual y políticamente, pero también en su sostenibilidad, como pareciera sugerir la experiencia de Buenos Aires.

La sola descripción de los hechos es ya de por sí instructiva. Para lograrlo, me apropio a continuación de la narrativa publicada por Carlos Iglesias en Radar, el suplemento cultural del periódico porteño Página 12.

PARED CONTRA PARED 

La sorprendente represalia en una muestra de grafitis apropiados 

Claudio Iglesias 

 El peruano José Carlos Martinat viene exponiendo en diversas galerías graftis apropiados. Y esto quiere decir literalmente apropiados: los trata con químicos en las paredes de la ciudad donde los encuentra, desmonta trozos de esas paredes, deja un hueco y expone lo que se lleva en una galería. Pero cuando lo hizo en la Galería Liprandi, hubo una variable que no contempló: lo que se apropió en las calles de Buenos Aires no eran grafitis sino street art con dueños concretos. Dueños que tomaron por asalto la galería en un operativo comando digno del Guasón.

Si a alguien le propusieran apropiarse de un grafiti, seguramente pensaría en pintar uno sobre un grafiti ajeno, o en usar la idea de otro para dale forma a uno nuevo. Pero nadie imaginaría arrancar literalmente un trozo de pared de dos metros de lado que previamente debe ser tratado con resinas durante un largo proceso en la vía pública y con bastante infraestructura. El resultado sería un ominoso rectángulo de pared hueca y un grafiti que pierde su hogar para siempre. José Carlos Martinat (1974) entiende la apropiación de esta forma tan literal y, en algún sentido, sobrecogedora. El título de la brevísima muestra que el artista peruano inauguró en Buenos Aires, Ejercicios para galería, además nos aclara cuál es el destino de las imágenes: colgar de ganchos en una sala de exhibición, como guerreros de una raza vencida, a la espera del comprador o del diletante que las examine. Una serie de maquetas de espacios públicos en miniatura para “vandalizar” con marcador y unas cuantas paredes despellejadas de la misma galería completaban la muestra, en cuya inauguración en la galería Ignacio Liprandi ocurrió lo que debe haber sido la primera acción mundial contra la trata de grafitis organizada.

Martinat no se imaginaba muchas cosas: ni que los dueños de las imágenes elegidas tuvieran una afección autoral por sus criaturas, ni que los vecinos de los barrios donde los grafitis fueron secuestrados iban a extrañarlos al ver paredes descascaradas donde había colores y anécdotas, ni que todos los involucrados iban a llenar el muro de Facebook de la galería de comentarios, insultos o amenazas, incluso antes de la inauguración. Tal vez no imaginó tampoco que no estaba extrayendo “grafitis” en sentido estricto sino piezas de street art, una expresión cultural absolutamente consensual que ya no tiene nada de vandalismo, marca de identidad subalterna, grito tribal o lo que se quiera. 

Tampoco debe haber imaginado la acción ideada por sus contrincantes, los grafiteros expoliados, tan fecundos en recursos como él a la hora de poner en juego derivados de la industria química: entrar en la inauguración en grupo, vaciar en las salas el contenido de todos los matafuegos del edificio, generando una atmósfera de humo blanco, grafitear las paredes (esta vez en serio: spray rojo, texto monocromo y nada de pistolitas de pintura), arruinar la camisa del galerista y la lente del artista que no podía dejar de sacar fotos y abandonar la escena rápidamente, tras darse el gusto de hacer la cosa más malévola y digna del Guasón que un artista callejero puede imaginarse (sólo que sin gas de la risa, sin grabador y sin MoMA).

Al lado quedaron, aleladas, las maquetitas del Congreso y la Secretaría de Inteligencia en las que el artista invitaba a dejar risueñas pintadas de marcador. Verboseos contra Macri y recuerdos a algún coleccionista estuvieron en la pobre cosecha de comentarios. El muro de Facebook, en cambio, siguió creciendo y diversificando sus nichos de público: grafiteros en plan amenazante, vecinos indignados (“¿tiene derecho este tipo a arruinar las calles y apropiarse de algo público de una ciudad que ni siquiera es la suya?”), profesores de arte con citas abajo del brazo, trolls ocasionales y defensores del patrimonio tratando de aparatear la situación en su provecho alimentaron una sopa de comments llena de referencias a Cindy Sherman, argumentaciones pseudo jurídicas y consabidas menciones a Tinelli (para parafrasear la ley de Godwin: si se prolonga lo suficiente, toda discusión cultural en la Argentina acaba en una comparación con Tinelli). La muestra fue levantada, pero la polémica siguió circulando en un espacio que el artista no previó. Martinat ahora tiene otra muestra en San Pablo, una ciudad en la que el conflicto entre el sector formal del arte contemporáneo y el segmento de la cultura de los “pixadores” está mucho más a flor de piel y tiene larga historia (incluyendo dos ciclos de virtuosismo vandálico, escándalo y causas penales en las últimas ediciones de la Bienal). Es de temer, por lo tanto, que si se mete con los grafiteros de esa ciudad le pinten algo más que la cámara.


RECUADRO:

 
Así quedó la galería de Ignacio Liprandi (acá con la camisa manchada) tras el ataque comando de vecinos y street artists de Buenos Aires: vaciaron los matafuegos del edificio, pintaron con aerosol sobre paredes y personas y se esfurmaron. Lo consideran un ojo por ojo.

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